La influencia de la tele en nuestra vida cotidiana es innegable. Y no hablo siquiera de cuestiones políticas y pseudoperiodísticas, fake news y fake intelectuales que pululan por los canales. No: la tele, sin todos ellos, solita se las arregla para involucrarnos en lo que vemos.

Ejemplo: los programas de preguntas y respuestas. Si los mirás, en algún momento te vas a encontrar “participando” intentando contestar quién fue el quinto emperador de la dinastía Ming, qué río atraviesa el Kalahari o quién es el goleador del Borussia Vladivostok. Vos tirás un nombre cualquiera, aunque sea mentalmente… porque la tele despierta tus fantasías, te hace partícipe de ese mundo.

¿Cuántas veces te encontraste hablando con la tele, insultando a algún panelista, aplaudiéndolo, cantando a dúo con alguien o babeándote por lo que comen en alguna mesaza hasta que te das cuenta que es porción de restorán finoli y que está mucho mejor la mila con fritas de tu casa?

Ojo: tampoco hablo de la fantasía de la publicidad, o del “llame ya”. Con la publicidad vos sabés que te quieren vender algo. Sabés que no necesitás esa wafflera Ultra Top Waffle Wow. Sabés que por más fácil y práctico de lavar que sea el Ultra Kitchen Oh My God Wow, no necesitás una sartén para hacer 16 huevos con tocino, y que tras esa multi-picadora de vegetales Magic Green Super Slicer Wow, hay felino encerrado – (porque ya te clavaste hace años comprándole el cortador de verduras mágico al chabón que cortaba cualquier cosa en la Rambla de Mar del Plata y cuando llegaste a tu casa vos lo único que lograste fue cortarte un dedo)-.

Y en cuanto hacés zapping, sonaste: De repente ves cómo se hace un simple muñequito de mazapán para decorar una torta. “Hacemos un bollito, presionamos así, le pegamos el ojito, y ahora las orejitas, viste qué fácil nos salió el panda subido al bambú?” te dicen desde la pantalla. ¿Quién no podría hacer eso? Y vas y te comprás 6 kilos de mazapán porque viene el cumpleaños de tu nene y le vas a hacer esa súper torta del panda, y cuando llega el día del cumple tenés que salir corriendo a comprar una torta a la confitería de la vuelta porque lo máximo que lograste fue hacer 6 kilos de bollitos en los que no se reconoce ni el panda, ni el bambú… ¡ni la torta!

Dos y media de la mañana. Te desvelás, prendés la tele, y ahí está: el experto del sushi. Lo mirás y pensás: “Papita para el loro: arroz hervido, pescado crudo, un cacho de alga, una esterilla… ¡Ja! Con esto quedo como un duque”. Y allá vas, al barrio chino, a comprarte el kit de sushi, dos docenas de palitos, una botella de sake, y otras cosas que no sabés para qué sirven pero que hay que tener para hacer sushi. Y ya estás listo para convertirte en sushi-man. Hasta que descubrís que el punto del arroz no es tan sencillo de lograr, que la esterilla para hacer el roll tiene sus trucos y lo más terrible: que tu cuchillo no corta ni una milésima de lo que corta el cuchillo del de la tele – (que además fue entrenado en el uso de cuchillos en un templo saholín donde permaneció dos años cortando rabanitos con los ojos vendados)-. El salmón de la tele está cortado en finas rodajas del tamaño exacto. El tuyo, que te costó un Perú y la mitad del otro, está más desmenuzado que lata de atún de oferta de vendedor ambulante de tren.

El de la tele hizo un bollito de arroz digno de un Premio Nobel. El bollito de arroz que lograste armar después de 20 intentos tiene el tamaño de una pelota profesional de fútbol y del alga sólo queda papel picado. Y ni qué hablar cuando intentás hacer la florcita con el rabanito o el pepino. Al de la tele le quedó un jardín japonés. A vos, licuado de pepino y rabanitos. Entonces agarrás el celu y agradecés al cielo que todavía te queden los cinco dedos de la mano enteros para agarrar la porción de muzza con fainá que trae el pibe del delivery.

Todo en la tele se ve fácil. Decí que a la mayoría de la gente se le da por hacer este tipo de cosas hogareñas, dentro de todo inocuas, y no por salir a domar cocodrilos, o hacer el truco del mago de Las Vegas que se traga medio kilo de vidrio con nitroglicerina, o beber dioxido de cloro con flan.

No en vano los norteamericanos, que inventaron la mayoría de estas cosas y que además tienen una industria del juicio, siempre ponen ese cartelito del que nos hemos mofado tantas veces, pero que es tan sabio y que dice: “¡No intente hacer esto en su casa!”